Cinco historias:
Marcelino, Andrés, el dr. Rivas, el lic. Argüelles y el grupo de 4to del Rossland.
Marcelino ama a su Miss Marcela, está seguro que si si su mamá viviera sería como ella, alta, delgada, con sus lentes y su voz amable. Nunca se enoja, ni siquiera con el terrible de Iván. Le gustan sus clases, sus dibujos en el pizarrón y las calcomanías que les da cuando terminan su trabajo. No sabe de nadie que no tenga por lo menos una, hasta Iván tiene, bueno, él no es mal alumno, es escandaloso. Emiliano es el que no se apura y pregunta todo dos veces, pero hasta él tiene dos calcomanías, así de buena es Miss Marcela. No como Miss Ivonne. Miss Ivonne, la de inglés, se enoja por todo, grita y pone tarea doble, todo por culpa de Iván. ¿Por qué no se calla? Marcelino saca su libro, lo abre en la p. 83 y se pone a hacer lo que tiene que hacer. Le gustan los dibujos de su libro de lecturas, aunque a nadie se lo diría, solo su abue lo sabe. No platica mucho con su papá. Llega cansado del trabajo, ven la tele juntos y se va a dormir. Se queda pensando y viendo por la ventana, se fue volando con una mosca que pasó y se salió por la ventila. -¿Nos puedes explicar de qué se trata la lectura, Marcelino? No es Miss Marcela, es la Miss Gutierrez, la directora que entró de repente. Marcelino la ve como si acabara de despertar.
-Marcelino está mal de la garganta, Miss Gutierrez. Dice Miss Marcela.
-Permita que conteste. Dice Miss Gutierrez.
Lo que no saben es que Marcelino leyó el cuento ayer con su abue. Marcelino ve la ilustración ya ya sabe en qué van. -Se trata de un niño que quiere ser explorador de grande porque no quiere matar animales, quiere fotografiarlos y hacer un zoológico de fotos.
-Muy bien, gracias. Dice Miss Gutierrez. Obviamente ella no tiene ni idea de qué se trata la lectura, solo lo hace para atraparlos y humillarlos, pero le falló. En eso Iván tira su bolsa de tazos con el codo al acostarse por quedarse dormido. El escándalo parece despertar a todos que se mueren de la risa y se acercan a tomar unos cuantos. -¡No, no! ¡Son míos! ¡Miiiiiiiiiiiiss, mírelos!
-¡Iván! -irrumpe Miss Gutierrez. -¡A mi oficina! Y una vez más se lo lleva. Miss Marcela y Marcelino fueron salvados por Iván. Ambos hacen nota mental que le deben una.
Suena la campana y es hora de formarse para la salida. Marcelino se sienta con Adrián, Emiliano e Iván a jugar tazos mientras llega su abue por él. Tiene hambre, solo espera que no haya lentejas, detesta las lentejas. Iván está muy campechano, ni parece que haya ido a la oficina de la directora. De repente se oye la vos de Miss Normita por el micrófono, -¡Marcelino Argüelles! ¡Marcelino Argüelles! Marcelino junta sus tazos, toma su mochila y casi les vuela a sus amigos cuando se va. Ahí está su abuelita en la puerta, con su chongo y su olor a flores. -Hola, corazón. Le dice ella y le da un beso.
-No, abue. Dice Marcelino limpiándose el beso. La primera vez que hizo eso a su abuelita se le escurrió una lagrimita, ahora lo hace a propósito, para hacerlo enojar. Es un juego entre ambos. La casa está a un par de cuadras, así que se van caminando. -¿Qué hiciste de comer? Pregunta Marcelino.
-Lentejas con tocinito. Responde su abuelita. Marcelino hace gestos, pero sabe que se las va a tener que comer y que no va a pedir doble. Ni modo, ya qué. Pasan por la tortillería y se cruzan con Andrés, el vecino.
Andrés es un arquitecto jubilado. Vive con su esposa, maestra retirada y sus dos hijas, Ana Elena y Dorita. Ana Elena es maestra en otra escuela y Dorita estudia medicina. Andrés se despierta todas las mañanas con el aroma del café fresco que prepara su mujer. Desayuna leyendo el periódico, hábito que detesta su mujer. Siempre desayuna lo mismo, una rebanada de papaya, un par de huevos fritos, un par de rebanadas de pan tostado y su café. No le molesta, pero un poco de variedad no le caería mal. -caray, mujer, un chorizo, unas rebanadas de tocino, una cecina para variar.
-No, papá, nada de carnes rojas. Con la gota eso es suicidio. Indica Dorita.
-Ay, hija te tomas tu papel de doctora muy en serio. Se ríe su padre. Si sigues así no vas a encontrar marido, mejor aprende a cocinar. -¡Ash! Refunfuña Dorita y le dice a Ana Elena, -¿Vienes? Te doy un aventón por ahí.
-Va, espérame, solo voy por mi cartera. Y las dos salen corriendo.
-¡Ay! Estas niñas. Mucho trabajo, mucho estudio, nada de novios. ¿Que no se irán a casar nunca? Yo ya quiero nietos, aunque, pagar dos bodas. No sé qué esperar, vieja, tú qué opinas.
-¿De qué? Dice Doña Carmen que ya está lavando los trastes.
-Y tú en la luna. No, bueno, de las tres no se hace una. Dice Andrés y se va a la sala a oír las noticias en el radio porque le cansa el brillo de la tele. -Mueve los pies, Andrés, le dice Carmen mientras pasa la aspiradora. -¡Ay! Mujer, qué latosa eres. Voy a salir.
-¿A dónde vas?
-¡Pues afuera! Responde Andrés y se muere de la risa.
-Por lo menos trae las tortillas. Le dice Carmen.
Afuera, Andrés se encuentra al dr. Rivas que tiene su consultorio abajo de su casa. Es buen amigo. Pero como médico familiar no se retira. -¿Qué pasó mi doc. cuándo nos tomamos una chelita?
-Uno de estos días, Andrés. Responde el doctor Rivas.
-Eso me dice siempre y no más no dice cuándo.
Los dos se ríen sin tener nada más que decir y Andrés se sigue al parque. Ahí hay bancas y mesas para jugar ajedrez. Nunca le gustó ese juego. Y nunca le gustó jugar en el parque donde hay tanto sol. La verdad no le ha dicho a ninguna de sus mujeres que ya casi no ve, que la luz le deslumbra y que en la noche prefiere ni moverse. Pero si siempre va los mismo lados no se pierde. Se sienta debajo de un árbol y se pone a ver el periódico. Ya no lo lee. Solo ve las fotos. Sabe que alguien lo va a ver y le va a preguntar por una noticia y así es como se entera de todo. Así y porque su hija Ana Elena le cuenta todo lo que pasa. La verdad no quiere que sus hijas se casen porque lo dejarían solo. Carmen ya está vieja como él y aunque es buena también ya se va a morir. Cuando nadie lo ve Andrés se pone triste. No quiere que sus hijas se queden solas tampoco. Pero es más egoísta.
-Buenas tardes Don Andrés. Dice Chelita, la asistente del dr. Rivas que siempre va corre y corre. Siempre de blanco, con esos zapatos de goma como de mesera que parecen tennis pasados de moda. No que Andrés sepa mucho de moda, pero sus hijas no se pondrían eso nunca. Bueno, Dorita sí, pero ella está loca. -Buenas tardes, Chelita. Contesta y se ríe. Se acuerda que él y el dr. Rivas se van a tomar unas chelitas un día. Es una bobería, pero igual le da risa. -¿Le ayudo? Se ofrece Andrés porque Chelita va cargando paquetes. -Gracias, Don Andrés. Y le pasa un par de paquetes. En realidad no pesan nada, son de algodón. Pero si uno carga muchos se caen y así entre dos es más fácil. Esa Chelita, nunca la había visto bien. Es chiquita, flaquita y usa unos lentes enormes que parece ratón con esos dientes. Siempre anda corre y corre. Todo lo hace deprisa y es muy nerviosa. A Andrés le cae bien. Otra que no se casó. Llegan al consultorio y ahí está fresco. -Gracias, Don Andrés. ¿Quiere un vaso de agua?
-Por favor. Seguir de cerca a Chelita no está fácil. Camina muy rápido con esos zapatos de goma.
-¡Qué milagro, Andrés! Le dice el dr. Rivas cuando sale de su consultorio acompañando a una paciente con una receta. -Te ves agitado, ¿te tomo la presión? Andrés con tal de seguir sentado se deja tomar la presión. -Mira, no la tienes mal. Se ve que te cuidan muy bien. Te ves bien Andrés.
-Pues no me dejan comer nada.
-Pues qué bueno, porque no estás flaco, pero no estás gordo.
-Pues Carmen que siempre me saca a pasear al parque en las tardes. Ni que fuera perro.
-Es bueno caminar a nuestra edad Andrés.
-Y Dorita no me deja comer nada de carne.
-¡Pues, no! Como estuviste tan malo de la gota no debes.
-Y Ana Elena no me deja ver la televisión. Insiste en que mejor me lee el periódico.
-Andrés, ¿de verdad crees que no se dan cuenta de tu condición?
-Ya me voy. Tengo que ir por tortillas que me encargó Carmen. Dice Andrés y se va apurado.
Chelita y el dr. Rivas intercambian unas miradas y alzan los hombros, como diciendo, ese Andrés.
-¿Ya no hay pacientes, Chelita? Pregunta el dr. Rivas.
-Hasta las tres, doctor. Se puede ir a comer.
-¿Quiere comer conmigo, Chelita? Invita el doctor Rivas.
-Solo si usted paga. Responde Chelita con una sonrisa más bromista que coqueta.
Chelita y el dr. Rivas se conocen desde que el dr. Rivas abrió el consultorio hace más de cuarenta años. Los dos son solteros y nadie se explica porque no se han casado. Las madres de ambos viven y son posesivas y viudas, será por eso. Pero eso nunca les ha impedido comer juntos todos los martes en el mercadito que desde entonces se pone en el parque. Casi siempre comen cocktail de camarones y luego se comen un helado de limón, aunque sea enero y esté frío y el viento helado sople.
El dr. Rivas es como un oso gigante al lado de Chelita. Es enorme, mide como 1.95, camina lento y tiene unos pies muy grandes. Tiene una gran barriga sin ser obeso. Ya pierde el cabello café que se ve oscuro en interiores y más claro en exteriores. Igual que sus ojos cafés rodeados de un anillo azul cobalto. Está pálido de pasar todo el tiempo adentro y las ojeras debajo de los ojos se intensifican. Pero Chelita lo ve igual que hace cuarenta años, cuando era joven, alto, atlético y sonriente. Porque sigue sonriente, su boca apenas visible debajo del espeso bigote.
-Siéntese por favor, dice el doctor mientras le retira el banco anaranjado del puesto de mariscos. Pide un par de boings de guayaba y un par de cocktails de camarón.
-Salen dos de camarón, mi doc. ¿Cómo le va Chelita? Y les dan su comida.
Comen rápido y se van a dar una vuelta tomando sus boings. Dejan las botellas y se van al puesto de helados. -¿Dos de limón? Pregunta el heladero.
-Por favor. Contesta el doctor y paga.
Se van a dar otra vuelta al parque a comer su helado.
-¿No se cansa, Chelita? Pregunta el doctor.
-¿De qué?
-Pues de andar todo el día de arriba para abajo. No para.
-Ay, doctor. Me la paso acostada toda la noche, no hago más que dormir. Dice Chelita, como si eso fuera suficiente para justificar que se debe mover todo el día. -Por cierto, ya es hora, ni se siente en la banquita. ya debe estar por llegar su paciente de las tres y usted nunca ha llegado después de ellos.
Al cruzar pasa un carro azul y les toca el claxon a modo de saludo. Es el lic. Argüelles.
-Adios, Lalo.
El carro se estaciona abajo de un edificio de seis pisos. Se baja un señor alto de unos 38-40 años, con cabello muy negro, ondulado, con unas cuantas canas, traje azul marino y corbata a rayas inclinadas y zapatos lustrosos. En 5 años nunca ha faltado a comer a casa. Desde que su esposa murió siempre come con su hijo y con su madre. Cuando entra, la mesa está puesta. La jarra de agua de limón recién hecha está sobre la mesa y la sopa de fideo huele muy bien. Marcelino está sentado a la derecha de la cabecera y la señora Lichita sale de la cocina limpiándose las manos en el delantal. -¡Hasta que llegaste, muchacho! Tuve que volver a calentar la sopa.
-Gracias, mamá. Tuve junta y no se callaban.
-No te preocupes, solo te molesto.
-Hola, campeón. ¿Todo bien en la escuela? Se dirige a Marcelino.
-Sí, papá. Contesta Marcelino, pero a él no le cuenta lo que hoy hizo Iván, ni lo bonita que se veía hoy la Miss Marcela, ni que Miss Gutierrez casi lo atrapa que no estaba leyendo en clase. Sabe que su papá tiene prisa y que apenas tiene tiempo para comer y dormir unos quince minutos.
-¿Cuándo tienes exámenes?
-Fueron la semana pasada.
-¡Ah! perdón. ¿Tienes práctica hoy?
-¿De qué?
-No sé, de algo.
-No, papá.
-¿Y qué vas a hacer?
-Tarea.
-Bueno, no veas la tele toda la tarde, ¿eh?
-Lalo, a Marcelino no le gusta ver la tele. Tengo que arrebatarle el control para los videojuegos esos y luego quiere que lo lleve a la tienda a comprar papitas para sacar los esos tazos. ¿Cuándo vas a pedir vacaciones? Interrumpe Lichita.
-Pronto, mamá. Te quedó todo muy rico, como siempre. Le faltaron unos platanitos a la sopa, pero todo rico. Me voy a dormir un ratito, eh.
-¡Ay, muchacho! Vamos, Marcelino, ayúdame con los trastes.
-Sí, abue. Dice Marcelino y recoge los trastes que su papá dejó en la mesa. Se pregunta por qué su abue no le dice que le ayude.
Lalo no duerme. No puede. Ni de día ni de noche. Apenas cierra los ojos le llegan imágenes de Irma. Si tiene suerte la ve contenta, feliz, jugando con Marcelino cuando era bebé. A veces le llegan imágenes de Irma en el hospital, pálida, flaca, ojerosa y casi sin cabello. No puede evitar llorar en silencio. Por eso se encierra, para que su madre y su hijo no sufran con él. La recámara está igual que cuando ella todavía vivía. No la ha vuelto a pintar. Los muebles siguen en el mismo lugar. Incluso sus vestidos siguen en el clóset. Sus botellas de perfume, sus pinturas, su cajita de joyas siguen en el tocador. No quería ni cambiar las sábanas, pero su mamá no lo dejó. Insistió en lavarlas. Y cada tiempo quiere regalar la ropa de Irma a la iglesia. Casi está seguro que la regala sin que se de cuenta. Ya no ha visto el vestido azul que se puso el día de las madres que nació Marcelino. No dice nada. Sabe que tiene que dejarla ir, pero le cuesta tanto trabajo. Si no fuera por su mamá no sabría qué hacer con Marcelino. Tiene los ojos de Irma y no soporta mirarlo. Quisiera abrazarlo fuerte, quisiera tener una buena relación con él, quisiera ir a jugar como lo hacía él con su papá, pero cada que lo mira a los ojos, no soporta su mirada y prefiere escapar. Por eso llega cuando ya se durmió. La alarma de su teléfono suena, Se pone los zapatos, se arregla la corbata, se peina, se lava los dientes y se va.
-Bueno, mamá. me voy.
-Sí, m'ijo. Trata de llegar temprano. Platica con tu hijo. No duran niños para toda la vida.
-Sí, mamá. Voy a tratar.
-Siempre dices eso.
El tiempo después de comer pasa muy rápido. Todo da flojera. Se instala un sueñito pesado que no deja concentrarse. la tarde cae y tras ella la noche. Todos regresan a casa. Todo se van a dormir.
-¡Ya levántate campeón! Hay que ir a la escuela. Grita alegre Lalo.
Marcelino sale con su uniforme limpio y los zapatos boleados que ayer le dejó la abuela. Él quiere aprender a hacerlo, pero ella insiste en mimarlo. -¿Me peinas papá? Ponme mucho gel como tú.
-Va. A Lalo no le cuesta peinar a Marcelino, no tiene que verlo a los ojos, sino a su cabello negro y ondulado como el de él. Le extraña que son las 7.45 y su madre no lo ha llamado. ¿Estará bien? Ayer se veía cansada y se oía ronca. En cuanto llegue a la oficina le habla.
No hay tráfico pesado en la calle.
En la escuela se ve mucho relajo. Ahí sí hay muchos carros, todo tocan el claxon. Qué raro, parece que hoy todos los papás se pusieron de acuerdo. No ve ni a la mamá de Iván ni a la mamá de Emiliano, los amigos de su hijo. -¿Te dejó aquí y te vas?
-Sí, pa.
Miss Normita no está en la puerta. Está el director Fernández. Se ve muy enojado. Algo malo debe haber pasado porque él es muy bueno. -A su salón. De inmediato. Ordena. No bromea.
No hay nadie en el patio. Ni alumnos ni maestras.
Marcelino va a su salón y ahí están todos. Y es correcto. Todos. ¿Dónde están todas? ¿No vinieron las niñas? Todos platican. Dicen que sus mamás no estaban en la mañana. A todos los trajeron sus papás. Ninguna mamá. Eso está raro. Miss Marcela no ha llegado. Si siguen hablando va a venir Miss Gutierrez a callarlos. Pero, no, quien viene es el profe. de computación a decirles que bajen todos al patio de inmediato. Cuando todos bajan al patio ni son tantos. Es raro solo hay niños, desde los chiquitos de kínder hasta los grandes de prepa, todos hombres, ni una niña, ni una miss. Ni siquiera Miss Gutierrez que nunca falta. Marcelino está distraído viendo eso cuando truena la voz del director Fernández por el micrófono.
-Buenos días niños. No hay misses. El día de hoy va a ser muy especial. No vamos a tener clases normales. Vamos a tener dos horas de deportes, dos horas de computación y dos horas de música. Y claro recreo. Pero no hay cooperativa.
Marcelino entendió por qué. Los únicos profesores que había eran los de deportes, computación y música. Los de prepa también tenían otros profesores, pero ellos iban a tener otras clases. Si no había cooperativa es porque no habían venido ni Flor ni doña Rufis y no había quien hiciera las quesadillas ni quien cobrara los dulces. Parecía que hoy no había mujeres. ¿Y si su abuelita no venía? ¿Se habrán muerto todas? ¿Se habrían ido con su mami? Y si no venía su abuelita, ¿quién iba a venir?
El día no estuvo tan divertido. Tantas horas de deportes bajo el sol cansan y dan mucha sed y sin cooperativa para comprar un juguito todos estaban hechos bola en los bebederos y los niños huelen muy mal. Hasta eso las niñas no.
Las horas de computación estuvieron mejor porque cuando el profe. terminó lo que tenían que ver los dejó jugar sus videojuegos y hasta tazos. Las horas de música estuvieron de flojera porque nadie le hacia caso al profe y el tonto de Iván se la pasó sentado en el suelo sin hacer nada. -Y por qué no hace tus tonterías de siempre? Le preguntó Emiliano.
-Es que me gusta hacer enojar a la Miss Ivonne. Pero el profe. ni me pela. Y ya me aburrí. Hacer todo y que nadie te regañe no tiene caso.
-Estás loco. Dijo Emiliano y se subió los lentes con el dedo. ¿Tú si juegas tazos mientras llegan por mí?
Le preguntó a Marcelino.
-Sí, vamos. Y se fueron a sentar al patio. Los maestros no se fueron temprano ese día. Ahí estaban. Uno en la puerta que divide primaria de secundaria y prepa no los dejaba pasar, pero en cuanto regañaba a uno se le escapaban tres. Otro estaba en la entrada recibiendo a los papás que recogían a los hijos y anunciándolos por el micrófono. El director estaba en el centro del patio viendo a todas partes con las manos en la cintura y sudando con el sol que caía a plomo a las tres de la tarde. Otro profe estaba en la puerta de kínder y los niñitos iban y venían por debajo de sus largas piernas y casi lo tiran jugando encantados. Marcelino estaba entre aterrado y fascinado. Extrañaba mucho a sus misses, incluso a Miss Gutierrez. En eso escuchó, -Marcelino Argüelles ya apúrale que ya llegó tu papá.
¡Su papá había venido a la escuela por él! Eso nunca había pasado. ¿Habría hecho de comer también?
Marcelino estaba emocionado.
Lalo estaba aterrado.
Desde que dejó a Marcelino en la escuela notó que algo raro pasaba. Había pocos autos y todo iban muy rápido. Cuando llegó a la oficina no olía a café. El bote de basura tenía la basura de ayer. Las cosas estaban en su escritorio como las había dejado. Nada estaba en su lugar. A las 9.00 se dio cuenta que Susanita no iba a venir. No tenía idea de qué iba a hacer ese día. Y al parece nadie. No había ido ninguna secretaria ni recepcionista, bueno, ni las licenciadas, ni las pocas jefas. Todos se juntaron en la cafetería donde estaba el señor de los desayunos. No había ido la señora que lo ayudaba. Pero él se encargó de darles café y sandwiches. Como también él cobraba el servicio fue más lento con todo y que eran mucho menos clientes. nadie se tomó los jugos ni los platos de fruta. a las 10.00 se subieron. Pero todos prendieron sus computadoras, no para trabajar, sino para chatear. Había unos cuantos, los que eran asistentes, que sí trabajaron. pero ellos, los jefes, estaba perdidos sin sus asistentes, sin sus secretarias y sin las recepcionistas que les hablaran para decirles que había llegado las personas que tenían citadas. Y ni sabían quienes iban a llegar a qué horas ni en qué salas recibirlos. Como sea, no llegaron todos porque seguramente tampoco tenían quien les recordara que había que ir a una cita. En cuanto pudo, Lalo le marcó a su mamá. Nunca contestó. Supuso que estaba enferma, que había ido al médico, que había ido al mercado, que había paseado a su perro, que había ido a la escuela, que se sentía mal, que le dolía la cabeza, que le había dado un infarto, que probablemente estaba muerta. Entendió por fin porque le hablaba tantas veces al día. Tomó su saco y salió con la ruta de la casa de su madre en mente. Parecía que el carro lo iba llevando solito. Hacía mucho tiempo que no iba para allá, pero no en vano había vivido ahí toda su vida. Reconoció el parque, la tienda de Pina, la cerrajería de Lucho y por fin, en la esquina, la casa verde con una virgen de piedra donde todavía vivía su madre. sacó sus llaves y abrió desesperado. Se le cayeron. Las recogió y abrió. Todo estaba en orden. Incluso la cama estaba tendida. Olía a flores. La ventana estaba abierta y las plantas regadas. Le dio escalofrío. Algo estaba mal, muy mal. Casi eran las tres. Tal vez ya había ido a la escuela por Marcelino.
En el camino casi atropella al dr. Rivas que iba por la calle como zombie. No tenía tiempo para él en ese momento. El dr. Rivas alzó la mano, pero el carro pasó veloz a su lado. Todo era veloz, menos él. Ya estaba viejo y solo. ¡Qué solo! No se había dado cuenta hasta hoy. Se levantó después de dormir tranquilamente. No escuchó nada en toda la noche. Nada. nadie le pidió agua. Nadie le pidió que la acompañara al baño. Nadie le pidió que sacara una manta porque hacía frío. Nadie lo despertó para que prendiera el bóiler. Y durmió tan bien. Se rascó la cabeza y se fue a la cocina a preparar el café. -¿Cómo dormiste mamá? No te escuché en toda la noche. Y entonces sintió un frío helado corriéndole por la espalda. Si él ya era viejo, su madre era una anciana. Todas las noches conciliaba el sueño con el temor de que esa fuera la última de su madre. ¿El temor? ¿La esperanza? No, no debía. Tocó suavemente a la puerta de su madre. No escuchó nada. No tenía caso tocar más fuerte. Entreabrió la puerta y asomó la cabeza, -¿Mamá? Nada. La cama estaba tendida. La ventana abierta. Las plantas regadas. Olía al perfume de su madre. Muy concentrado y maderoso. Bueno, no estaba muerta. Simplemente no estaba. Tocó a la puerta de su pequeño baño. No se oyó nada. Esperó. Por nada del mundo entraría ahí. ¿Y si le había pasado algo y no podía hablar? ¿Y si le gritaba por entrar? Entro, ya qué. Nada. Tampoco ahí estaba. Se hacía tarde. Ya vería luego qué hacer. Ya olía a café.
Fue a la cocina. Se sirvió una taza grande. Se la tomó con calma y se metió a bañar. Se vistió como siempre, una camisa impecable y perfectamente bien planchada, sus pantalones grises de gabardina fina y su bata blanca con su nombre bordado en letras azules. Bajó al consultorio.
-Buenos días, Chelita, ¿a quién tenemos primero? Otra vez nada. El dr. Rivas se sorprendió. Nunca había faltado Chelita y siempre era muy puntual. Ayer se veía bien. ¿Le habría pasado algo? Se asomó al calendario de escritorio donde Chelita anotaba las citas. La primera era hasta las once. El reloj de pared marcaba las diez y media. Bueno, no faltaba mucho. ¿Quién era? La señora Mercedes. ¿Y cuál era su apellido? Bueno, tenía tiempo para buscar en el archivero, no podían ser muchos expedientes.
No, eran mucho más de los que se había imaginado. Y no estaban por nombre, estaban por apellido y a saber el apellido de la señora Mercedes. ¿Quizá si lo buscaba en la computadora? Lo buscó en la computadora. Había dos. Mercedes Grijalva y Mercedes Rodríguez. ¿Cuál era? ¡Señora Mercedes! ¡Ah, pues la casada! Las dos estaban casadas. ¡Con un... ! Sacó los dos expedientes. Como no tenía nada que hacer se puso a leer los dos. Todavía le quedaban diez minutos. Acabó de leer los dos con lujo de detalles. Se extrañó de haber tenido tiempo. Y cuando vio el reloj se dio cuenta por qué. ¡Eran las doce! Tanto buscar a la señora Mercedes para que a la mera hora no haya llegado. Ni Chelita. Después de pensarlo un buen rato se decidió a marcar el teléfono de Chelita. Nunca le había llamado. Tenía su teléfono desde hace años. Literal. pero nunca lo había necesitado. Nunca faltaba, siempre llegaba puntual. ¿Para qué hablarle? Marcó los ocho dígitos. Sonó y sonó. Llamó y llamó. Nadie contestó. ¿Qué habría pasado? Esto era muy extraño. Quiso tener una llave para la... ¿dónde vivía Chelita? No tenía idea si vivía en casa o departamento. Y ahora que lo pensaba. Sabía que vivía con su mamá. Y tampoco ella contestó. ¿Se habría muerto la señora en la noche? ¿La habría llevado al hospital? Sí, a lo mejor se había puesto grave la señora y ya. De todos modos en cuanto llegara le iba a preguntar dónde vivía. Volvió a ver el calendario. No había citas sino hasta después de las tres. ¿Qué iba a hacer ahora? No estaba su mamá. No estaba Chelita con quien platicar. Ni siquiera había un paciente de esos que llegan sin consulta. Casi siempre son madres con chiquillos enfermos o lastimados.
Cerró el consultorio con llave y salió a comer a algún lado. Hoy no había mercado, su madre o estaba en casa y no sabía a dónde ir. Sabía que no se quería quedar. Cruzo la calle a la altura del parque y casi lo atropella Lalo con su carro.
-¡Cuidado, dr. Rivas! Dijo Andrés que lo atrapo cuando el doctor casi se caía.
-¡Andrés! Gracias.
-¿Cómo está doctor? Iba a verlo. Me siento muy mal. No entiendo qué pasa. Me desperté y todas se fueron. Pero no dejaron una nota, no me dijeron nada anoche. Carmen no hizo el café. Me hice unos huevitos con chorizo porque no estaba Dorita para regañarme. Y no aguanto el tobillo ni la rodilla. ¿Me puede ver ahorita?
-Sí, Andrés. Mi mamá no está, ni Chelita.
-¿A dónde se habrán ido?
-Bueno, no creo que mi madre ande con Chelita. Vamos al consultorio.
En el camino notaron que no había mujeres con niños saliendo de la escuela. No había ninguna manejando en la calle.
-Algo raro pasa. Comentó Andrés.
-Sí, ¿qué será?
-¿Se las habrán llevado los marcianos?
-No, Andrés. O bueno, no sé, todo puede pasar. pero dime, ¿qué te pasa?
-Pues eso, que no hay mujeres.
-No, me dijiste que querías verme porque te dolía el tobillo y la rodilla.
-Ah, sí. Y creo que es porque no hay mujeres. Carmen no me hizo mi desayuno aburrido y Dorita no me pudo decir que no comiera lo que me hace daño. Y me tropecé porque la alfombra de la sala está arrugad y no está aspirada.
-Pero te duelen porque comiste chorizo, no porque no estuvieran ellas.
-Bueno, sí, pero ellas son las que me cuidan.
-¿Tú no te puedes cuidar solo?
-Pues... me gusta que me cuiden ellas. Y a la noche sin Ana Elena que me platique las noticias del día, no sé que voy a hacer. ¿Sabe? Realmente no me importa qué pasa, pero me gusta que se tome el tiempo para sentarse con su viejo. Es muy buena y muy simpática. Es mejor que Adela, jajajajaja. Y ahora que no están no sé qué voy a hacer.
-Pues cuidarte tú solo. Es lo que hago diario.
-Pues qué triste. Sí puedo, sí sé, pero sino, ¿para qué me casé?
-Ay, Andrés, ya me pusiste a pensar. Tómate esto, no comas carnes, ni hojas verdes. Te voy a imprimir una lista con lo que no debes comer y otra con lo que es bueno que comas. Es mejor que comas en casa, para que te prepares tus alimentos y tú compres lo que más te conviene. Pero, por el momento, vamos a comer a la fonda de la esquina, ya tengo hambre. ¿Vienes?
-¡Pues sí!
Y allá fueron, a la fonda de la esquina. Que también estaba vacía. Había uno que otro comensal, pero no había meseras y lo peor de todo, ¡no había cocinera! Don Rulo se volvía loco tratando de cocinar, cobrar y atender las mesas todo al mismo tiempo. Y lo peor era la comida, había comprado bolsas de sopa y ya. Andrés y el dr. Rivas se quedaron vieron el caos y no quisieron contribuir a la angustia y frustración del pobre Don Rulo. -Vamos a ver qué hay en mi casa, dijo, Andrés. Ayer fue Carmen al mercado.
Y entonces comieron sope de fideos quemados, lechuga lavada (porque aquello no era ensalada) y quesadillas, porque no había carne.
-¿De dónde sacaste el chorizo, Andrés? Preguntó el dr. Rivas.
-¡Pues de la tienda!
-Te pasas. Bueno, me voy a ver si aparece alguna de las dos.
-Bueno, gracias. Me tomo la medicina.
Y cuando salió a la puerta Lalo iba saliendo de la puerta de al lado. -Buenas tardes, doctor. Dijo apurado. Para Lalo la tarde fue sumamente difícil. Cuando llegó a la escuela por Marcelino no solo no estaba su mamá, tampoco estaba ninguna maestra, ni la directora. Solo el director que fue el que entregó a Marcelino. Marcelino se veía entre confundido y divertido. Platicaron. Tuvieron que platicar. Tuvo que sostener su mirada por más de un segundo. Tuvo que soportar las agujas en su alma. Y sin embargo, aunque fue difícil, quería más. Quería volver a casa a ver a su hijo, a platicar, a saber de su Miss Marcela, de sus amigos, de cómo leía en las tardes con su abuela. ¡Su abuela! había dejado a Marcelino solo. Se dio la vuelta y fue por él para llevarlo a su trabajo. De repente entendió esa necesidad de todas las mamás en su oficina de tener ahí a sus hijos. Fue muy raro.
La tarde pasó sin más novedad que la enorme soledad de aquellos que percibían la falta de sus mujeres. Fue como si la noche que caía fuera quitándoles una venda de tomarlas por sentado, como si vieran lo que nunca habían visto, el polvo, el cariño, la comida, la charla, la compañía, los cuidados, la ayuda, la eficiencia, y también la posesividad, la inutilidad en algunos casos. Fue difícil conciliar el sueño.
-¡RIIIIING!
-Bueno. Contestó un Lalo adormilado.
-Hola, hijo. ¿Cómo amaneciste?
-Todavía no amanez... ¡MAMÁ!
-¿Qué te pasa? No me contestabas así desde que tenías 6 años.
-¡Qué susto nos diste! ¿Dónde andabas?
-En la casa. ¿Estás borracho?
-No, mamá. Ayer, dónde te metiste.
-Pues allá, como todas las tardes. Comimos fideos y Marcelino te dijo que no tenía práctica...
-Eso fue antier. Ayer te hablé, fui a la casa...
-¿Qué? Está loco. Mejor ya levántate y levanta a Marcelino que tiene examen de Matemáticas.
-Eso fue ayer. Y le fue muy bien.
-No, bueno. Nos vemos en la tarde.
-Sí, mamá. Contestó Lalo muy feliz y se fue a despertar a Marcelino.
-¡Ya levántate Marcelino! Quiero llevarte temprano. Quiero que me presentes a tu Miss Marcela.
Marcelino se quedó con los ojos extrañados y se rascó la cabeza. -¿Ya volvieron las mujeres? Preguntó.
-Pues tu abuela ya. Y ¿sabes, qué, campeón? Creo que todas.
En el camino a la escuela se les metió un carró y casi chocan. Iba una señora que se veía que se acababa de levantar. Lalo se enteró que era la mamá de Iván. No le agradó. Luego Marcelino le dijo que la señora que iba de la mano con Emiliano era su mamá. Se veía tranquila y amable. Esa le agradó más. Y entonces se acercaron a la puerta. Estaba Miss Normita y Lalo le preguntó, -Buenos días, Miss Normita, ¿podría hablar con Miss Marcela?
-Va llegando, señor.
Y entonces vio a una señora pequeñita con enormes anteojos y el cabello recogido por detrás. Su imagen no le impresionó. -Buenos días, Ud. es el papá de Marcelino, ¿verdad? Tienen el mismo cabello negro y ondulado. Tiene los ojos de su mamá, tiene una foto en su lugar. ¿Cuándo quiere platicar de Marcelino? Era un poco mandona, pero le agradó. Era más maternal que encantadora. Entendió por qué Marcelino la quería tanto. -Ud. dígame, Miss.
-¿Le parece el viernes a las 10.30?
-Perfecto.
Y lo anotó en su agenda. Esta cita no se le iba a perder. Le dio la mano y se fue feliz. En el alto le sorprendió ver a Andrés caminando con Carmen del brazo. Se veía muy feliz. y es que esa mañana, después de que por fin se habñia quedado dormido, un delicioso aroma a café despertó a Andrés. Cuando salió de su recámara y vio la mesa puesta y su desayuno de siempre en la mesa se le salieron las lágrimas y corrió a la cocina a abrazar a su mujer como si se le fuera a perder. Luego fue a buscar a sus hijas y a Dorita le pidió perdón y a Ana Elena le ofreció entradas al cine. Las dos se quedaron mudas y asombradas. Dorita le dio aventón a Ana Elena en su carro y solo se rieron. Casi atropellan al dr. Rivas que llevaba unas flores.
Saúl Rivas había salido temprano de su casa ese día. En cuanto oyó un, -¡Saúl tráeme un vaso de agua!
Se metió corriendo al cuarto de su madre. La abrazó como si fuera Navidad, le dio su agua, se vistió y salió al puesto de flores de la esquina del parque. Ahí compró un ramo de todas las flores y otro pequeño de frixias moradas, las favoritas de su mamá. Iba a cruzar cuando pasaron las hijas de Andrés. Se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja, ¡habían regresado! Todas habían regresado. Y ahora, no iba a perder la oportunidad. Le dio a su mamá las flores en el pequeño florero de cristal azul que le había regalado su padre hace años. Las puso en el buró junto a su cama. Se metió a bañar, no se puso loción en exceso, se peinó y bajó con otro florero grande al consultorio. Se metió a su oficina y espero al sonido de las llaves. Cuando escuchó las llaves esperó a que Chelita se estableciera, pero lo que escuchó fue un, -¡Oh, por Dios!¡Qué lindas flores!
-¡Graciela! Pase a mi oficina por favor.
Chelita se asustó. En todos estos años el doctor nunca le había llamado por su nombre.
-¿Qué pasó, doctor?
El doctor se levantó, se acercó decidido y la besó. Así nada más.
A Chelita se le cayeron los anteojos y se no sabía que hacer con ella misma. -Graciela, ¿querría ud. hacerme el honor de ser mi esposa?
-¡Dr. Rivas! ¡Volvieron mis mujeres! Irrumpió Andrés.
-¡Andrés! Vociferó el dr. Rivas.
-¡Chelita! Dijo Andrés sorpremndido al ver a Chelita llorando como niña chiquita. Las flores, el beso y la propuesta todo seguido había sido demasiado para Chelita.
-¡No me hable de ustéd! Respondió Chelita.
La boda del dr. Rivas y de Chelita fue memorable. Ninguna de las dos mamás se sintió amenazada, antes al contrario, se sintieron aliviadas. Por supuesto Marcelino fue pajecito de anillos. Lalo conoció a una mamá divorciada e intercambiaron correos, celulares y se agregaron a Facebook. Su mamá lo vio con una enorme sonrisa. Andrés no soltó a su mujer y bailó y bailó y solo se comió la ensalada de muy buena gana. Y así se acaba esta historia increíble e imposible de qué pasaría si un día no hubiera mujeres.
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