viernes, 26 de abril de 2013

PREJUICIOS

Creo que los prejuicios vienen de la ignorancia de saber quién y cómo es la persona a la que se prejuzga. Esta ignorancia  se convierte en miedo que se disfraza de juicio. Como no sé quién eres, me das miedo, entonces, hay algo malo en ti. Te señalo y te desprecio.
Lo sé por experiencia, tengo tres características que me hacen digna de prejuicios: soy divorciada, trabajo todo el día y tengo amigos mucho más jóvenes que yo.
El primer punto me hace acreedora a sospechas por parte de las mujeres casadas que no me conocen  de querer andar con sus maridos. El segundo punto me hace acreedora a la etiqueta de mala madre y fodonga. Y el tercer punto les confirma el primero: soy una golfa disoluta. Aunque mi mejor amigo sea gay. ¡Más todavía! Aunque mis amigos hayan sido mis alumnos y me vean como a una tía o a una segunda madre. ¡Disoluta! Por lo tanto, como objeto de estos prejuicios el más feroz de todos los míos es el que tengo en contra de las amas de casa que no conozco. Tanto así que cuando regaño a mi hija le digo, -¿Qué, quieres ser una ama de casa?
Con el propósito de ser más objetiva le pregunté a mi hija cuáles eran mis prejuicios y me dijo que todos. Eso no me sirvió. Y bueno, es que solo un par de chicos que han sido sus novios me han gustado, los demás no.
Otro de mis prejuicios es hacia quienes no leen o se dedican exclusivamente a actividades físicas. Desde que yo aprendí a leer cargo un libro. En la escuela me preguntaban que para qué leía más de lo que ya teníamos que leer. Y no me invitaban a las fiestas. Creía que algo estaba mal. Hasta que entré a la facultad y todos leían y habían leído "más de la cuenta". Y fui feliz. Hace poco una amiga me dijo que me iba a presentar a un galán. Cuando me dijo que lo había conocido en el gimnasio y que era actor me dio flojera. -Seguro es un imbécil- pensé. Lo mismo me pasa con graves faltas de ortografía.  Un día mi hija recibió un mensaje de un amigo que decía -Boy para allá.
Bueno, al pobre de tonto no lo bajo. La verdad ni sé si es disléxico.
A veces soy testigo de los prejuicios de otros. Un día mi madre y yo íbamos con mis primas en Coyoacán. De repente, un grupo de adolescentes  con rastas, aretes y ropas coloridas y extrañas se nos acercaron. Mis primas se agruparon detrás de mi madre muy valientemente cuando de repente uno de los muchachos se acercó y dijo, -¡Hola, Miss! Los saludé y mis primas me dijeron ya que se habían alejado, -¿Y no te dan miedo?
¡La que les daba miedo si me enojaba era yo! Claro que los conocía, tal vez, de no haber sido así, sí me hubieran dado miedo. Pero los muchachos son muchachos. Un amigo de mi hija tiene los brazos tatuado con gaviotas que simbolizan la libertad y el desapego. Cuando te explica la historia hasta es poético. Mi hija tiene un aro en la nariz, y más allá de parecer una pequeña vaca no hace mayor daño que no lavar los trastes. Pero yo la conozco, se me acurruca cuando tiene frío y me pide que le rasque su espalda como cuando era chiquita. Pero en la calle las mamás apartan a sus pequeños como si fuera una delincuente en potencia.
Hace mucho se me ocurrió raparme con el calor que hacía. Fue muy divertido y extraño a la vez ver cómo la gente se cruzaba la calle cuando me veía. La verdad no tengo idea lo que pensaban. ¿Piojos? ¿Cáncer? ¿Loca? Fuera de mi cabeza rapada no había otra cosa escandalosa en mí.
Por eso también creo que señalamos lo que tememos o incluso lo que no queremos ser.

No hay comentarios:

Publicar un comentario