Nunca dejé de trabajar, si acaso tres meses recién nacida mi hija. Pero dejé de escribir once dolorosos años. No escribía mi diario que había empezado a los nueve y por eso es como si esos años no hubieran existido. Lo que por un lado es bueno. Hubo muchos intentos de retomar la pluma, pero sin éxito. Siempre había que hacer de cenar, ver juegos de futból estúpidos en la tele, asistir a fiestas de innumerables familiares políticos que les daba igual si yo iba, pero que no perdonaban que no fuera.
Pero las palabras se me agolpaban y de repente se colaban. En una ocasión Los Reyes le trajeron un cuento a mi hija con ilustraciones hechas en Power Point, de la época en que perdió los dientes.
Hubo micro-relatos en los ejemplos que ponía en el pizarrón. Hubo reflexiones y mini ensayos en las preguntas de examen. Hubo frases en vidrios empañados por la lluvia, poemas en servilletas y manteles individuales de papel en los resturantes, cuentos que le contaba a mi pequeña audiencia de una hija y una amiga, recuentos, disertaciones y resúmenes con las amigas, cartas a amores perdidos pero nunca olvidados. Parecería que el tiempo de matrimonio fue estéril, pero realmente fue de incubación, cuando eso acabó, me costó volver a tomar la pluma, se sentía extraña, incluso había desaparecido mi cayo de escritora. Pero poco a poco la pluma se fue reconociendo en el papel, me fui releyendo en mis letras, la tinta comenzó a fluir de nuevo por mis venas, fui llenando cuadernos y el cayo volvió a aparecer.
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