Diciembre 2006
Un jueves cualquiera. La olla de ponche se calentaba y mientras yo planchaba el uniforme de mi hija para el otro día de escuela. Rafael me pidió que me sentara, que tenía que decirme algo. Lo vi tan serio que dejé de planchar. Me dijo que llevaba un mes saliendo con una amiga. Me tenía bien adiestrada. No me importaban las amigas. Me dijo que esta vez era diferente, que estaba enamorado. Sentí que me clavaba un puñal y luego lo retorcía. Por primera vez entendí en carne propia el significado de "corazón roto". Literalmente sentí como un vidrio se rompía dentro de mí. Empezó a oler el ponche. Esa olla entera se hechó a perder. No soportaba ni el olor cada vez que quería una taza. Dejé de creer en Navidad.
Diciembre 2007
Rubén me antojó el ponche en su invitación a la exposición. No hubo ponche. Finalmente fuimos a un Sanborn's a tomarnos uno en una clásica piñatita. Lo odié, estaba muy dulce y tenía demasiada jamaica. Tenía que volver a hacer y demostrarle lo que era un buen ponche. Rubén me devolvió la fe en la Navidad y el deseo... por el ponche.
Diciembre 1977
Mi abuelo me dio una ollita de barro con una caña saliendo. Olía a gloria. Olía a Navidad. -¿Por qué no te tomas tu ponche?- Me preguntó. -Está muy caliente.- Ya tibio sabía mejor.
Diciembre 1982
Mi mamá y yo fuimos al mercado a comprar todas las frutas: guayabas, tamarindos, ciruelas pasas, tejocotes, cañas de azúcar, piloncillo y canela. Mi mamá no le pone pasitas ni jamaica. Lo ácido lo toma del tamarindo y lo dulce del piloncillo. En la casa de mi mejor amiga lo probé por primera vez con jamaica y sabe rico, pero mi madre insiste en que NUESTRA recta no lleva jamaica. Lavo las guayabas, las ciruelas y los tejocotes. Pelo los tamarindos hasta que mis dedos huelen igual. Lavo las cañas y bajo estricta supervisión materna les quito la corteza. Todo va en orden a la olla, le hecho el agua, la canela y al último los piloncillos. Ahora sí, a prender la estufa y a esperar el milagro del aroma navideño.
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