martes, 8 de octubre de 2013

TIMELINES

Diciembre 2006
Un jueves cualquiera. La olla de ponche se calentaba y mientras yo planchaba el uniforme de mi hija para el otro día de escuela. Rafael me pidió que me sentara, que tenía que decirme algo. Lo vi tan serio que dejé de planchar. Me dijo que llevaba un mes saliendo con una amiga. Me tenía bien adiestrada. No me importaban las amigas. Me dijo que esta vez era diferente, que estaba enamorado. Sentí que me clavaba un puñal y luego lo retorcía. Por primera vez entendí en carne propia el significado de  "corazón roto". Literalmente sentí como un vidrio se rompía dentro de mí. Empezó a oler el ponche. Esa olla entera se hechó a perder. No soportaba ni el olor cada vez que quería una taza. Dejé de creer en Navidad.

Diciembre 2007
Rubén me antojó el ponche en su invitación a la exposición. No hubo ponche. Finalmente fuimos a un Sanborn's a tomarnos uno en una clásica piñatita. Lo odié, estaba muy dulce y tenía demasiada jamaica. Tenía que volver a hacer y demostrarle lo que era un buen ponche. Rubén me devolvió la fe en la Navidad y el deseo... por el ponche.

Diciembre 1977
Mi abuelo  me dio una ollita de barro con una caña saliendo. Olía a gloria. Olía a Navidad. -¿Por qué no te tomas tu ponche?- Me preguntó. -Está muy caliente.- Ya tibio sabía mejor.

Diciembre 1982
Mi mamá y yo fuimos al mercado a comprar todas las frutas: guayabas, tamarindos, ciruelas pasas, tejocotes, cañas de azúcar, piloncillo y canela. Mi mamá no le pone pasitas ni jamaica. Lo ácido lo toma del tamarindo y lo dulce del piloncillo. En la casa de mi mejor amiga lo probé por primera vez con jamaica y sabe rico, pero mi madre insiste en que NUESTRA recta no lleva jamaica. Lavo las guayabas, las ciruelas y los tejocotes. Pelo los tamarindos hasta que mis dedos huelen igual. Lavo las cañas y bajo estricta supervisión materna les quito la corteza. Todo va en orden a la olla, le hecho el agua, la canela y al último los piloncillos. Ahora sí, a prender la estufa y a esperar el milagro del aroma navideño.

viernes, 4 de octubre de 2013

VENTANAS

Realmente no tengo idea quién dijo eso de que los ojos son las ventanas del alma, pero eso querría decir que las ventanas son los ojos de la casa, con la enorme ventaja de que ven de adentro hacia afuera y también de afuera hacia adentro. Esto, para gente curiosa y metiche como yo es una gran ventaja porque me permite asomarme a otras historias porque realmente no sé lo que pasa dentro de ventanas que no son las mías, pero me puedo imaginar y por lo tanto inventar, digamos que en ese sentido son gatillos para la creación.
Será por eso que amo las ventanas, por su dualidad. Desde pequeña hubo una ventana sobre mi cama, casi encima de la cabecera y cuando no podía dormir, lo que era muy frecuente, me hincaba sobre mi almohada y contemplaba el silencioso mundo de la noche. Los postes de luz que derramaban su discreta estela sobre gatos suaves y etéreos, las luces oblicuas que anunciaban carros que venían a lo lejos y pronto desaparecían, el suave mecerse de árboles con colores diferentes a los que lucían de día. Mi ventana era un portal a otro mundo, mucho mejor que el que me ofrecían las atemorizantes sombras dentro de mi recámara.
Cada vez que buscaba un departamento nuevo, siempre buscaba que fuera exterior y que tuviera ventanas enormes porque también la luz que entra por ellas es importante. El primero tenía ventanas medianas que daban a un árbol y a un anuncio del restaurante de comida china que estaba debajo. Era raro el anuncio porque estaba prendido toda la noche aunque el retaurante cerraba a las 5.00. Por esa ventana veía al entonces marido irse al trabajo y lo despedía agitando la mano emocionada desde mi primer departamento, donde yo era la dueña y señora, donde mis reglas regían, donde no había cortinas porque no quería que nada impidiera la luz del sol ni de la luna. Luego nació mi hija y encima de su cuna había una ventana que daba a un jardín trasero y que parecía mágico porque nunca lo pudimos localizar desde afuera. Decidí meterle un jardín y le pinté un marco de campánulas de un azul intenso y vibrante como ella.
Mi segundo departamento en la Roma no fue tan afortunado. Era interno y las ventanas eran grandes y muy indiscretas porque nos metían a la vida privada de los vecinos y a ellos les permitían enterarse muy bien de la nuestra. Entonces tuve que comprar cortinas, mantener mi privacía y perderme de la fascinante vida ajena.
El último departamento, el mío, el no rentado, tiene las mejores ventanas de todas las que he tenido. Son de piso a techo y de pared a pared y no cubren la sala ni el comedor, les descubren la vida de la calle: los paseadores de perros nocturnos que no recogen sus deshechos, los novios que creen que se esconden al besarse detrás de los árboles, los alegres borrachos que cantan hasta las tres de la madrugada, las místicas procesiones que peregrinan hacia la iglesia a dos cuadras, la lluvia insistente que resbala por los vidrios, el vaho del amor... cuando había, el rocío cristalino de las mañanas, la luna curiosa que se asoma redonda y blanca, las estrellas más tímidas y los añorados aviones parpadeantes. Esas enormes ventanas que me vieron llorar noches de insomnio y triste soledad, esas ventanas que mudas me permiten asomarme al paso del tiempo, esas ventanas que me obligan a levantarme los fines de semana con latigazos insolentes de sol caliente y molesto, esas ventanas que no me revelan lo que mis oídos escuchan que viene desde lo más profundo de la calle, esas ventanas que son la extensión de mis ojos y de mi alma.